Hace exactamente cuarenta años, en la noche del 13 de noviembre de 1985, la avalancha del volcán Nevado del Ruiz arrasó la población de Armero, dejando miles de muertos y convirtiéndose en uno de los desastres naturales más graves de Colombia. Sin embargo, hoy quienes vivieron lo que ocurrió coinciden en que la reconstrucción se centró en calles, casas y monumentos… pero no en lo que quizá más necesitaba reparación: la salud mental.
Una de las sobrevivientes resume así la sensación: “Nos dedicamos a reconstruir la parte física de Armero, pero no la salud mental”.
Al caminar por las ruinas del antiguo pueblo hoy convertido en memorial, las baldosas aún marcadas por la fuerza del lahar —la mezcla mortal de lodo, ceniza y rocas— recuerdan la magnitud de aquella noche.El impacto no solo fue físico. Las investigaciones recientes señalan que decenas de miles de personas sobrevivientes y familias afectadas arrastran síntomas de estrés postraumático, insomnio, angustia y una sensación permanente de pérdida. Además, la identidad comunitaria, el arraigo al territorio y los lazos sociales también se vieron afectados: muchos se desplazarion, perdieron sus casas o no lograron reconstruir su vida en las mismas condiciones.
Un informe de la Defensoría del Pueblo de Colombia destaca que la reparación integral a las víctimas de Armero sigue siendo un pendiente: “La ausencia de una política pública permanente, la falta de un censo claro de afectados, y el desmantelamiento del tejido social” son parte de las fallas señaladas. En otras palabras: la tragedia dejó más que ruinas físicas; dejó heridas invisibles que no han sido abordadas a fondo.
Especialistas en salud mental señalan que para comunidades afectadas por desastres naturales, el duelo puede ser complicado si no se presta atención profesional y comunitaria. En el caso de Armero, el hecho de que muchos no pudieron enterrar a sus seres queridos, que hubo desapariciones, desplazamientos y fracturas familiares, agrava esa pérdida ambigua y prolongada.
La invitación hoy es a ver la reconstrucción no sólo como cuestión física, sino como un proceso integral: memoria, salud mental, identidad comunitaria y una política pública que garantice acompañamiento a largo plazo.
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