En mi selección de directores de cine favoritos, dos nombres que destacan son el canadiense David Cronenberg y el griego Yorgos Lanthimos. Este último ha ganado notoriedad en la industria cinematográfica gracias a películas impactantes como Canino y Pobres criaturas. Si tuviera que seleccionar una obra específica del repertorio de Lanthimos, sin duda optaría por La langosta, que en su traducción al español se conoce como Langosta. A pesar de que «Lobster» en inglés hace referencia a un animal definido y diferente, el significado de la palabra evoca un sentido de exclusividad y distinción. La trama de esta fascinante película nos sitúa en un mundo donde las personas solteras son alojadas en un hotel con el objetivo de encontrar pareja. En este entorno peculiar, se enfatiza la necesidad de establecer algo en común para poder formar una relación durable. Aquellos que logran escapar del hotel deben enfrentarse a la vida en soledad, formando parte de un grupo de resistencia cuya existencia también se rige por normas particulares. Mientras tanto, los que permanecen en el hotel corren el riesgo de ser atrapados en un ciclo interminable de búsqueda, donde aquellos que no hallan una pareja se transforman en animales, como es el caso del hermano de David, quien se convierte en un perro.
La narrativa de la película, que podría parecer absurda a primera vista, presenta una crítica profunda a la división contemporánea entre lo natural y lo artificial. En esta sociedad moderna, la lógica contractual y el cálculo instrumental dicta que lo artificial se convierta en algo que debe experimentarse como «natural». La familia surge como una de las primeras instituciones donde esta dualidad se manifiesta, ya que se construye mediante un contrato implícito que se traduce a menudo en un intercambio: «Yo doy y tú me das». Este modelo permite que las personas se integren en una máquina social que las convierte en propietarios y consumidores. La imagen de las parejas paseando por los centros comerciales se presenta como un símbolo del sistema que perpetúa esta dinámica de soledad y compañía. A su vez, el hotel se erige como un modelo de estandarización donde los individuos entran y salen, convirtiéndose en sujetos funcionales con parejas o familias. De manera similar a la visión hobbesiana del estado de naturaleza, se representa al individuo solitario que, en su lucha por la supervivencia, se ve forzado a establecer vínculos sociales de manera artificial.
Dentro de este contexto social, las estructuras familiares se convierten en pequeñas máquinas que garantizan seguridad. Sin embargo, aquellos que rechazan este modelo se convierten en animales sin derechos o en rebeldes solitarios, expuestos a un destino trágico. Es interesante notar que, aunque el vínculo social es producto de un cálculo frío que puede ser identificado como «psicopatía» en algunos personajes, este mismo vínculo debe parecer espontáneo, como si se tratara del encuentro natural entre dos almas que se ven unidas por características compartidas. La película aborda de manera magistral esta tensión entre lo común y lo artificial, mostrando cómo David y su pareja, a pesar de su aislamiento, logran establecer una conexión que desdibuja las fronteras entre ambos mundos. Al mismo tiempo, el hotel representa la tensión inherente entre la autenticidad de las experiencias y su inducción sistemática, algo que es particularmente evidente en los entornos comerciales.
La relación «natural» prohibida que David forma con su pareja solitaria nos invita a reflexionar sobre la artificialidad de su soledad, revelando el artificio en el que se convierte esa Robinsonada. También plantea interrogantes sobre cómo el entorno productivamente artificial comienza a definir nuestra existencia real, sin un corte abrupto, ontológicamente hablando, entre lo natural y lo artificial. Esta misma artificialidad se observa en la organización de la resistencia, donde la soledad se vuelve un deber que revela su propia construcción artificial. De esta manera, se critica cómo las resistencias organizadas frecuentemente reproducen en sus dinámicas los mismos patrones que pretenden combatir. En resumen, aunque la división entre lo natural y lo artificial puede representar un límite imaginario, sus efectos son palpables y reales. Estas distinciones dan lugar a la exclusión de ciertas vidas «animadas», que sufren castigos, así como a la observación de vidas «civilizadas» que cumplen roles dentro de la máquina social, olvidándose así de su verdadero ser y de la creación de un espacio común que no es exclusivamente artificial ni totalmente natural, sino que debe ser construido según los ritmos cambiantes de nuestras interacciones sociales.
Antes de sumergirnos en un psicoanálisis que pueda desentrañar nuestra supuesta naturaleza reprimida o los deseos generados por las prohibiciones, como tal vez ocurre con los solitarios de la resistencia que no logran establecer la conexión común hasta que la prohibición los acecha, es necesario adoptar un enfoque esquizoanalítico que permita Vivir para vivir: vivir al interior de juegos diferenciales complejos y levemente asimétricos, donde el deseo fluye libremente; algo que parece escapar a la comprensión de los personajes en la película. Esta ceguera inducida que se muestra en las escenas finales resalta la dificultad que enfrentan. De otro modo, corremos el riesgo de terminar como aquellos rebeldes solitarios, como animales sacrificados o como langostas cocidas, dispuestos a ser digeridos por la máquina social. En última instancia, la película nos invita a denunciar la máquina que no opera con una verdad capaz de desmantelar la hipocresía de las conexiones sociales superficiales, desafiando nuevamente la dicotomía entre lo natural y lo artificial, mientras reconoce, de manera crítica, sus consecuencias reales.
* Filósofo y profesor universitario.