¡Aroma a capitalismo! – abajo

Las figuras que recorren las calles son visibles en casi cada rincón de la ciudad, sobre todo en las zonas más transitadas y bulliciosas. Cada noche, estos individuos ocupan las aceras, a veces improvisando refugios con telas, kostales, plásticos, periódicos o, frecuentemente, dejando sus propios desechos dispersos por el suelo, enmarcados por un entorno de desolación y agonía.

Su condición humana ha sido brutalmente erosionada, atrapados en un ciclo de abandono, alejados de toda esperanza. Se sumergen en sustancias como adhesivos, alcohol, bazucas o cualquier tipo de medicamento que puedan inhalar, tragar o aplicar sobre su piel, buscando una vía de escape del colapso que su realidad les impone. Son sobrevivientes de un mundo que les ha dado la espalda, buscando entre los restos de basura algo que pueda ser comestible, extendiendo las manos hacia a quienes aún circulan por la ciudad, aunque el amanecer no logre despertarlos de su aparente estado de inconsciencia, a pesar del intenso calor del sol que a menudo les quema la piel.

Drogados y desnutridos, se encuentran privados de fuerzas, sin aliento, sin razones para seguir despertando. Su presencia en cualquier lugar y bajo las circunstancias más adversas es abrumadora. Se hallan inmovilizados, anestesiados, en un estado de letargo del que parece imposible salir. Los autos pasan, sus motores zumban y las bocinas suenan, pero para ellos, la humanidad ha dejado de contar. ¿Por qué afrontar el dolor de una vida que se convierte en una serie interminable de segundos, minutos y días agonizantes que se acumulan en semanas y meses?

Allí están, en su lucha diaria, expuestos y desposeídos, cruzándose con las almas que se dirigen a sus trabajos al amanecer, sin intentar lograr la salud, el café, el pan o el caldo en las primeras horas del día que repiten interminablemente.

A pesar de estar allí, desgastados y luchando por sobrevivir, muchos observan con indiferencia, negándose a reconocer su sufrimiento. Las personas miran hacia otro lado, ignorando las historias trágicas que se esconden detrás de sus miradas vacías y cuerpos mutilados. Para algunos, simplemente «no están» presentes. Quizás en cada mente, se evoca un reflejo de temor; miedo al mismo tiempo que todos enfrentan, pero también desprecio hacia aquellos que han caído en el abismo. Cada uno de ellos arrastra su carga de sufrimiento, marcado por sus experiencias y el ciclo interminable de violencia que los rodea. Estos seres, desprovistos de todo, exhiben la huella de días de deambulación sin rumbo, careciendo de un lugar seguro o de un futuro productivo.

En su boca, el hambre se engrandece. Buscan cualquier migaja que puedan conseguir. Las panaderías son su objetivo clave; el mendigar por un poco de pan se convierte en una rutina diaria, la cual implica extender la mano hacia aquellos que pasan por su lado. Recoger monedas se transforma en una necesidad primordial para aliviar, aunque sea por un momento, la desesperanza y la miseria que sufren, que parecen infinita.

Así es cómo caminan; lentamente recuperan partes de su humanidad que todavía recuerdan mientras se ven obligados a intercambiar su dignidad por monedas que los lleven a la tan ansiada dosis de sustancias que los distraigan antes de caer en la noche nuevamente, en la soledad y el frío. Diariamente, arrebatan cartones, periódicos y plásticos, en busca de monedas que puedan comprarles el acceso a un momento de tranquilidad.

Sin embargo, sus trayectorias son más un camino de conformismo que de lucha. Afrontan un día más de derrota, cargando con el peso del miedo. A menudo son vulnerables al ataque o al despojo por cualquier persona con más poder, mientras luchan por obtener algo que les ayude a mitigar la desidia que los consume. Caminan en busca de pequeñas ilusiones, moviéndose por rutas cotidianas donde saben que tal vez alguien les pueda ofrecer algo; mercaderes que, al verlos, les entregan una limosna para no asustar a sus propios clientes.

Les veo deambular, sus cuerpos se mueven como sombras de lo que alguna vez fueron, seres humanos a los que la vida ha despojado de cualquier atisbo de esperanza. Aun así, su organismo sigue realizando su función; tragan lo que pueden y suelen rechazar lo que su mal estado de salud ya no necesita. En las calles de la ciudad, allí se encuentran, atrapados en su realidad, como fantomas vagando en busca de un sentido de pertenencia en un mundo que los ha condenado a ser invisibles.

Los «aromas» de la miseria llenan diversos espacios en la ciudad de Medellín, pero este panorama puede encontrarse en cualquier otra metrópoli. En las horas de mayor calor, cuando la opresión de la violencia se palpa en el ambiente, estos cuerpos marginales permanecen expuestos, evidencias de lo que se esconde tras las fachadas de la sociedad en sus momentos más vulnerables.

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