Tal como lo anunciaron en julio pasado en una reunión celebrada en Santiago de Chile, los impulsores del grupo Democracia Siempre, con motivo del 80º período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, celebraron la segunda de sus cumbres, esta vez con un lema claro: «En defensa de la democracia, lucha contra el extremismo». Al nuevo evento asistieron presidentes de 20 países, entre ellos Brasil, Uruguay, Chile, Colombia, Kenia, Senegal, Timor Oriental, Barbados, Cabo Verde, y como observadores grupos de intelectuales de diversas ramas del conocimiento.
Esta cita, con un recuerdo fresco del discurso pronunciado por el presidente de Estados Unidos en la sesión de Naciones Unidas, en el que cuestionó aspectos vitales para garantizar la convivencia global y la supervivencia de la especie humana, retomó las valoraciones ya expresadas en encuentros anteriores. Estos encuentros tratan sobre el avance de ideas, prácticas de gobiernos totalitarios y la necesidad de enfrentarlas, a partir de iniciativas que confronten y abran un rumbo diferente de la realidad como es la creciente desigualdad social. Ahí también tenemos la concentración de poder en manos de corporaciones y multimillonarios, la desinformación y el fomento de prácticas sociales cada vez más fanáticas que niegan a los opositores, y el desconocimiento sobre los derechos humanos y las libertades fundamentales, entre otras constantes que hoy se abren paso en el mundo.
Los participantes son conscientes de que el totalitarismo no prospera por sus propios méritos, sino por los espacios sociales proporcionados por la falta de implementación plena de políticas económicas, sociales y ambientales, que permitan a quienes soportan la carga del empobrecimiento, el trabajo mal remunerado y la inestabilidad laboral disfrutar de una vida mejor; discriminación basada en sexo, opciones de género y raza; segregación y persecución por parte de migrantes, entre muchas otras situaciones.
Según su comprensión de la política, se necesitan más Estados, y además, siguiendo los viejos paradigmas liberales, mayores inversiones sociales y mayores garantías democráticas en términos de derechos básicos como el voto y la vida, la libertad de expresión sin miedo a la persecución, el ingreso económico básico, la libertad para vivir la identidad que cada persona construye y quiere completar, entre otras exigencias del novecientos por ciento del liberalismo. Sin esto, y otros aspectos vitales de la tradición liberal, no será posible cerrar los espacios para que las ideas regresivas que hoy están ganando audiencia en todas partes puedan encontrar un terreno para una mayor germinación.
Estamos ante una realidad irónica, ya que los ultraconservadores, como siempre los amigos de los principios de la democracia, recurren al espejo retrovisor en la construcción de sus propuestas. Los primeros quieren retroceder el reloj de la historia para romper las conquistas del feminismo, los trabajadores y las minorías, buscando reconstruir un capitalismo que presupone un gran patriarcado en las relaciones familiares y sociales, y un patrón o amo en las relaciones laborales. Mientras tanto, estos últimos anhelan un «Estado de bienestar», complementario al fordismo, a pesar de haber descansado en paz tras las reformas asociadas al Consenso de Washington y la aceleración de la automatización de los procesos productivos. Por lo tanto, aquellos que quieren hacer retroceder el reloj de la historia al lado de los (re)godos saben que sólo rompiendo lo que queda del formalismo de la «democracia realmente existente» pueden lograr sus objetivos, y aquellos que se esfuerzan por revivir la socialdemocracia piensan que volviendo a ese formalismo, pueden resolver los problemas que aquejan a todos.
En su reflexión y llamado a levantar diques contra el autoritarismo, sin embargo, brilla por su ausencia el llamado a permitir que la rebelión social se apropie de su propio destino, en el que no basta con luchar contra el neoliberalismo, expresión del capitalismo como forma de incrementar su reproducción y expansión, y seguir enfocando la lucha, con todo su potencial, contra el sistema que le dio vida.
Para ello, y con vistas al surgimiento de un nuevo modelo social de acumulación y reproducción de la vida, la tarea es desmantelar el Estado: una burocracia menos profesional que gobierna en nombre de todos, pero que permanece siempre bajo el mando de una minoría, subyugando a la mayoría, ya sea por control ideológico o por medios violentos.
Es la dinámica de recuperación del protagonismo social, en la que lo público se vuelve ordinario, y la reproducción de la vida en dignidad y plena justicia se plantea deliberadamente para convertirse en realidad, de manera consciente y cotidiana para todos. Una democracia viva. Se trata de una dinámica que pretende desmitificar la economía, la administración, la política y todo lo relacionado con lo colectivo, abriendo espacios y procesos para que dejen de ser elementos de control social y se conviertan en mecanismos de libertad y soberanía social.
Es claro que aquí encontramos un desafío y un proceso que es necesario asumir y convertir en realidad. El pleno reconocimiento de que la producción es una expresión de lo social y no el resultado de un «esfuerzo individual» debe ser el punto de partida para desmitificar los procesos que crean riqueza. Por supuesto, esto debe conducir al reconocimiento del derecho a una participación justa, como resultado que pertenece al conjunto, y no sólo a la sociedad del presente, sino a la acumulación cognitiva y material de miles de generaciones. Al reconocernos como resultado de una combinación de fuerzas sociales y naturales de hoy y del pasado, debemos dar paso a una nueva ley basada en la solidaridad, no en el contractualismo de mercado.
En ese proceso, con el objetivo de profundizar la democracia, superar sus formalidades y esforzarse por hacerla cada día más directa, más deliberativa, más inclusiva y por tanto más radical, todo lo que hoy se considera público debe dar un salto de calidad y volverse común, y por tanto ser asumido con un propósito y beneficio para todos, y no como presa de quienes asumen su administración.
Se trata entonces de la desmitificación y alienación de la economía y la gestión de lo colectivo, lo que implica que no deben ser asumidas como ciencias realizadas por expertos alejados de las comunidades, elevándolas en su compromiso con la proyección y realización de sus vidas, su destino como especie que se determina a sí misma y le garantiza el pleno derecho a existir y reproducirse a todas las demás especies. común.
Avanzando por este camino, nos enfrentamos al neoliberalismo y sus efectos desastrosos sobre nuestro amplio cuerpo social, así como al capitalismo en su conjunto, realidad que debe llevarnos a la reconciliación entre los propios pueblos, a dejar de ver a nuestros semejantes como enemigos a vencer para acumular más y vivir “tranquilamente”, sin importar el sufrimiento de los demás. Tal reconciliación debe extenderse a toda la naturaleza, así como a los seres y especies que la habitan.
En esta superación de la democracia que hoy existe, la democracia siempre hace la vista gorda ante las transformaciones que deben ser promovidas y facilitadas por quienes están en el poder para que la sociedad tome en sus manos el control de su destino. Hasta que se alcance este objetivo, lo máximo que se puede lograr es mejorar las conquistas sociales del capitalismo, pero nunca superarlas, por lo que siempre habrá una minoría social que tiene en el poder lo que es de todos, acumulando para sí, y en detrimento de la mayoría, una realidad extendida al nivel político y social en general, con un gran número de excluidos y negados.
Se trata del paso de lo público a lo común, lo que implica la redirección del dinero colectivo (público), cesando su redistribución como subsidios, lo único que logran es evitar que grandes segmentos sociales se empobrezcan, pero ampliar la dependencia de esos segmentos de la población de un Estado que les es ajeno y en el que lo perciben como algo.
En ese futuro, este dinero debería entregarse y gestionarse colectivamente como capital inicial para un número cada vez mayor de equipos creativos que estén integrados en todas las comunidades, en una dinámica que mejore la productividad. Ese dinero se convertiría en el elemento decisivo para la liberación, a todos los niveles, y no para la creación y reproducción de la subordinación.
Ese sería un giro de 180 grados, con el cual la rebelión popular haría realidad las formas de gobierno que hasta hoy existieron y sus sustentos económicos, políticos e ideológicos, giro del que debería surgir una humanidad libre y una democracia plena.
Se trata, por tanto, de un desafío que va más allá de lo previsto en el plan Democracia Siempre, pero que puede ser apoyado para iniciar el camino propuesto. Para que este rumbo cobre vida, es necesario darle forma y espacio al debate, atrayendo a segmentos cada vez más amplios de nuestro cuerpo social. La democracia plena, directa y radical es algo colectivo.





