Los dos aspectos fundamentales de la política del presidente Gustavo Petro tienen repercusiones significativas a nivel internacional. En primer lugar, está su compromiso de abandonar los combustibles fósiles, lo que no solo se presenta como una ventajosa decisión para el país, sino que busca convertirse en un movimiento global, el único medio para abordar la crisis climática que afecta al planeta. En segundo lugar, su promesa de “paz completa” resuena no solo en Colombia, sino también en un contexto internacional. Aunque esta propuesta ha capturado la atención dentro del país, actualmente, no hay dudas sobre su evidente fracaso, lo cual lleva a un análisis profundo de sus causas.
Durante tres cuartos de siglo, Colombia ha estado marcada por una violencia persistente, un ciclo que ha afectado a generaciones tras generaciones, dejando a la población atrapada entre impases y una desesperación abrumadora. El dolor, tanto personal como colectivo, es palpable; el sufrimiento visible de muchos, a menudo sin un entendimiento claro de sus raíces, hace que la búsqueda de una paz duradera se sienta como una interferencia delicada. Desafortunadamente, la paz, al igual que la propuesta política en campaña, se ha vuelto un objetivo difícil de alcanzar, lo que contribuye a su fracaso evidente. La paz debería, en teoría, definirse como un estado de tranquilidad, un entorno libre de agresiones y violencia. Pero, ¿quién podría estar en desacuerdo con esto? Sin embargo, alcanzar tal estado implica forzosamente identificar las causas detrás de la violencia, ya sea a nivel global, nacional o local. Esta tarea no es sencilla. En el contexto colombiano, hemos experimentado cinco décadas de conflicto, lo que sugiere que la solución podría depender más de una victoria aplastante de un bando o de una negociación efectiva. Este primer error crucial radica en que la violencia presente requiere una explicación social e histórica profunda; es un fenómeno con múltiples orígenes y agentes.
Anatomía de la falla
Este error destaca, entre otros, por convertirse en un enfoque resolutivo que, en esencia, representa el fracaso de la política gubernamental en esta materia. En respuesta a quienes señalan que la «implementación» de estrategias ha fracasado, es necesario aclarar que el problema radica en el mismo diseño inicial. Es esencial que tengamos claro qué entendemos por «fracaso». Por un lado, los detractores del gobierno tienden a afirmar que la violencia no se ha reducido «según lo prometido». Por otro lado, estas afirmaciones se ven influenciadas por el contexto, que incluye la dinámica de negociaciones con grupos armados que, según algunos críticos, han paralizado la acción de las fuerzas armadas y desmoralizado a las tropas. Este sesgo tiene una intencionalidad evidente. Sin embargo, conviene cuestionar este tipo de evaluaciones. Un informe detallado reciente, elaborado por la Fundación Pares, no vinculada al gobierno, señala:
«[…] La percepción pública del vínculo causal entre la paz total y el crecimiento de grupos armados ilegales no es completamente precisa; hay diversas razones subyacentes que explican lo que se interpreta como ‘crecimiento’, particularmente en términos de empleo forzado, el control ejercido sobre el conflicto armado y la presencia territorial de los grupos armados. Durante el gobierno de Iván Duque, este crecimiento, señalado por la frase de “el mayor aumento en la presencia territorial de grupos armados”, se acompaña de cambios y asesinatos de líderes sociales. En estos dos años se ha registrado el menor incremento en el número de municipios (16 adicionales, para un total de 231) (1).
De alguna manera, la discusión puede parecer redundante: el fracaso se detecta claramente, lo que solo refuerza la responsabilidad de las organizaciones armadas. Aquí surge la necesidad de hablar sobre la Falla de la estrategia de negociación. Aunque es posible evaluar diversos aspectos, como la naturaleza y la importancia del ‘cesa’, la forma y la temporalidad del diálogo, permanece cierto que la fragilidad interna del proyecto proviene de Amplicium, que defiende nuestra concepción de paz.