Las protestas en Nepal son el resultado de una revolución bloqueada – El informante

Cuando Nepal se convirtió en república en 2008, se despertaron esperanzas de una transformación fundamental de la sociedad nepalí. La incapacidad de los partidos de izquierda de Nepal para cumplir esas esperanzas creó un clima de descontento entre los jóvenes que estalló durante el último mes.

Durante el último mes, Nepal, país del Himalaya sin litoral, de ha sido testigo de las protestas más explosivas en casi dos décadas. Aunque el desencadenante inmediato fue la prohibición de las redes sociales por parte del Gobierno, el levantamiento se amplió rápidamente a una revuelta nacional por cuestiones socioeconómicas más amplias, como la corrupción, el desempleo y la deriva autoritaria del país.

Decenas de miles de jóvenes, muchos de ellos adolescentes y veinteañeros, inundaron las calles de Katmandú, Pokhara y Biratnagar. Derribaron barricadas, se enfrentaron a las fuerzas de seguridad y llenaron la capital con cánticos de rebeldía.

La respuesta del Estado fue rápida y brutal: balas de goma, cañones de agua, gases lacrimógenos y fuego real. A mediados de septiembre, al menos setenta y dos personas habían muerto y más de dos mil habían resultado heridas.

Ola de revueltas

El movimiento Gen Z, como se le conoce, forma parte de una ola de revueltas más amplia en la región. Desde Colombo en 2022, donde los habitantes de Sri Lanka obligaron a su presidente a huir, hasta Daca en 2024-2025, donde las protestas generalizadas llevaron al derrocamiento del Gobierno de Sheikh Hasina, la población de toda Asia meridional se está levantando contra las élites que no han sido capaces de satisfacer ni siquiera las necesidades más básicas.

El papel de Nepal en este ciclo tiene una importancia especial, ya que hace solo diecisiete años el país abolió la monarquía y estableció una república democrática federal. La ironía es amarga. La misma generación nacida después de 2008 y criada bajo la bandera de la república encabeza ahora un levantamiento contra la corrupción, la pobreza y la traición que trajo consigo.

Para entender por qué, debemos remontarnos a la revolución que fue abortada casi nada más comenzar. Durante siglos, Nepal estuvo gobernado por monarcas que presidían una sociedad rígidamente jerárquica y desigual. Ese orden comenzó a desmoronarse en junio de 2001, cuando una masacre en el palacio acabó con la vida del rey Birendra y gran parte de la familia real, lo que llevó al trono a su hermano Gyanendra.

El nuevo rey pronto reveló su inclinación autoritaria. En 2005, disolvió el Parlamento, impuso el estado de emergencia y censuró la prensa. La reacción resultante se conoció como el Movimiento Popular II (Jan Andolan II) de 2006, cuando millones de personas salieron a las calles, desafiando los toques de queda y las balas.

Trabajadores, campesinos, estudiantes y mujeres marcharon juntos, obligando al rey a restablecer el Parlamento. Dos años más tarde, en mayo de 2008, se abolió formalmente la monarquía y Nepal fue declarado república democrática federal.

Durante un período en el que la izquierda mundial se enfrentaba a los efectos del triunfalismo neoliberal, los comunistas nepalíes demostraron una resistencia política poco común. Los maoístas del país, que salían de una insurgencia de diez años, se convirtieron en el partido más grande del Parlamento. Para muchos en todo el mundo, Nepal ofrecía motivos para el optimismo y la prueba de que la lucha revolucionaria aún podía conducir a las masas hacia la victoria.

Revolución abortada

Los primeros años de la república estuvieron llenos de expectativas embriagadoras. Los maoístas prometieron una reforma agraria, la igualdad para los dalits [los parias] y las mujeres, y el reconocimiento de las nacionalidades oprimidas. La nueva república se construiría sobre los principios de la justicia social y la participación democrática, creando las bases para una sociedad más igualitaria.

Sin embargo, casi de inmediato, la revolución se estancó. Tras ganar casi dos quintas partes de los escaños en las elecciones a la Asamblea Constituyente de 2008, los maoístas abandonaron la movilización de masas en favor de las maniobras parlamentarias. Este era un campo en el que sus oponentes internos contaban con el apoyo del Estado indio, ansioso por evitar que su vecino se desplazara demasiado hacia la izquierda.

El Partido Comunista de Nepal-Marxista-Leninista Unificado (CPN-UML) era un rival político y, en ocasiones, aliado de los maoístas. El CPN-UML era una fuerza mucho menos radical de lo que su nombre podría sugerir. Era un actor consolidado desde principios de la década de 1990, con un historial de participación en el Gobierno, y seguía arraigado en la política clientelista.

La redacción de una nueva constitución se prolongó durante años, mientras los líderes de los partidos negociaban ministerios y contratos. La energía radical que había derrocado a la monarquía fue absorbida por las instituciones del Estado. Tras fracasar en la promulgación de la nueva constitución propuesta, los maoístas perdieron gran parte de su apoyo en las elecciones para una segunda asamblea constituyente en 2013, quedando por detrás del CPN-UML y del Congreso Nepalí.

En 2018, los maoístas y el CPN-UML se fusionaron para formar un único Partido Comunista de Nepal. En ese momento, los maoístas tenían cincuenta y tres escaños en el Parlamento, mientras que sus socios tenían 121. Con una mayoría parlamentaria decisiva, el nuevo partido tenía más poder que cualquier otra fuerza de izquierda en la historia de Nepal.

Sin embargo, en lugar de una transformación, se produjo una parálisis. El primer ministro K. P. Sharma Oli disolvió el Parlamento en 2020 en una descarada usurpación del poder, que posteriormente fue revocada por el Tribunal Supremo. El partido recientemente unificado pronto se dividió en sus dos partes componentes, dejando a la izquierda fracturada y desacreditada.

Una coalición con el líder maoísta Prachanda como primer ministro ocupó el cargo entre 2022 y 2024, antes de dar paso a otro gobierno liderado por Oli que excluía a los maoístas. Fue la última administración de Oli la que introdujo la prohibición de las redes sociales, lo que provocó los disturbios del mes pasado.

Ideología defectuosa

A pesar del papel heroico que desempeñaron los partidos comunistas de Nepal en la movilización de millones de personas, las limitaciones programáticas de estos facilitaron su perfecta integración en el mismo sistema capitalista que una vez juraron derrocar. En una etapa anterior, algunos sectores de la izquierda parlamentaria, en particular el CPN-UML, estaban dispuestos a conformarse con una monarquía constitucional. Solo la presión del levantamiento popular de 2006 obligó a incluir la república en la agenda.

Por su parte, los maoístas libraron una guerra popular que duró una década y contaban con un gran apoyo en el campo, donde las estructuras desiguales de propiedad de la tierra mantenían a los campesinos y campesinas en condiciones cercanas a la servidumbre. Sin embargo, la insurgencia rural, a pesar de su militancia, nunca se basó en una estrategia revolucionaria para desmantelar el capitalismo. Las luchas antifeudales, por muy populares que sean, no generan automáticamente un programa socialista.

La perspectiva maoísta, moldeada por la ortodoxia estalinista-maoísta, daba prioridad a la lucha armada en las zonas rurales, pero carecía de una visión del poder obrero en las ciudades o de la construcción de instituciones socialistas más allá del campo de batalla. Cuando cayó la monarquía, este vacío teórico se tradujo en una rápida capitulación ante la política parlamentaria y los modelos de desarrollo neoliberales. La rápida transición de la insurgencia antifeudal a la gobernanza neoliberal no fue, por tanto, un accidente, sino la culminación lógica de los límites ideológicos del movimiento.

Las consecuencias de esta revolución abortada son ahora visibles en las calles. Al canalizar una insurrección masiva hacia maniobras parlamentarias, la dirección comunista dejó un vacío entre las aspiraciones populares y las instituciones estatales. Los trabajadores y trabajadoras no vieron ningún cambio en sus condiciones, el. campesinado no obtuvo beneficios significativos y la juventud no vieró ningún futuro más allá de la migración o el desempleo.

Los mismos partidos que una vez prometieron la liberación se convirtieron en administradores de las reformas neoliberales y en intermediarios de los préstamos extranjeros. Para una generación nacida después de 2008, la república no existe como símbolo de emancipación, sino como recordatorio de promesas incumplidas. El movimiento Generación Z es, en este sentido, el ajuste de cuentas tardío con las concesiones de los maoístas y el PCN-UML: una revuelta no solo contra la corrupción de los gobernantes actuales, sino también contra la revolución abortada que entregó una república sin transformación.

Lo que ocurrió no fue la culminación de una revolución, sino más bien su fin prematuro. Los insurgentes que en su día movilizaron a millones de personas se convirtieron en burócratas defensores de privilegios. La monarquía había sido derrocada, pero la apertura revolucionaria que había creado se cerró de golpe desde dentro.

El marco ideológico que sustentaba este retroceso era la doctrina de la revolución en dos etapas. Según los maoístas, el PCN-UML y otros partidos de izquierda, la primera tarea histórica de Nepal era completar una transformación democrática burguesa mediante el desmantelamiento de las estructuras feudales y el establecimiento de una república. Solo después de esta etapa, en un momento indeterminado del futuro, sería posible la transición socialista.

En la práctica, esta teoría proporcionó una justificación tanto política como moral para la integración en el sistema parlamentario. Una vez derrocada la monarquía, los dirigentes pudieron presentar su adhesión al constitucionalismo, las políticas de desarrollo neoliberales y el compromiso de las élites como parte de una «etapa necesaria» y no como una traición. Al aplazar el socialismo a un horizonte abstracto, legitimaron su propia cooptación y desarmaron a las mismas fuerzas que habían hecho posible la revolución.

Una república sin resultados

En teoría, la Constitución de Nepal de 2015 consagra un impresionante catálogo de derechos: igualdad, educación, atención sanitaria, vivienda, soberanía alimentaria, espacio democrático para todos los ciudadanos, etc. Sin embargo, en la práctica, estos derechos se han quedado en promesas vacías.

Los servicios públicos están infradotados y plagados de corrupción. La pandemia puso de manifiesto la podredumbre interna del sistema que acabó provocando su colapso. Se podía ver cómo los hospitales se quedaban sin oxígeno y las familias llevaban los cadáveres a los crematorios después de que les rechazaran en las salas de urgencias.

Mientras tanto, la economía seguía cayendo en picado, con una inflación que superó el 7 % en 2022-23 y un aumento vertiginoso de los precios de los alimentos y el combustible. El desempleo juvenil aumentó hasta el 20 %. Para una generación que creció con el sueño de la prosperidad republicana, la realidad era el estancamiento de los salarios, el aumento de los costes y la presión constante para emigrar al extranjero.

La base económica de la república cambió drásticamente después de 2008. La agricultura, que antes era la columna vertebral de la economía, decayó rápidamente, lo que provocó el colapso de los ingresos agrícolas. Esto llevó a millones de personas a emigrar bajo la presión de las dificultades económicas.

Hoy en día, las remesas de las y los trabajadores nepalíes en el extranjero representan casi una cuarta parte del PIB, una de las tasas más altas del mundo. Las aldeas se han quedado sin jóvenes; las familias sobreviven gracias a las transferencias bancarias procedentes del Golfo, Malasia y la India, mientras que los ataúdes regresan al aeropuerto de Katmandú con sombría regularidad.

En su país, las y los nepalíes tienen pocas alternativas viables a la emigración. En el extranjero se les trata como mano de obra desechable. Este ciclo refleja la profundidad de la crisis: una república que prometía dignidad y oportunidades ha externalizado la supervivencia a sus emigrantes.

Es cierto que esta economía basada en las remesas [de la población migrante] redujo la pobreza absoluta, pero afianzó la dependencia y la desigualdad. También reconfiguró la composición de clases de Nepal. Una mano de obra urbana precaria e informal y una vasta diáspora sostienen el país, mientras que el Estado se muestra incapaz de generar puestos de trabajo dignos en el país.

Tareas pendientes

Las promesas maoístas de cambio no se cumplieron: la discriminación por motivos de casta persiste, las mujeres siguen enfrentándose a una desigualdad sistémica y los grupos indígenas siguen marginados. Lo que pretendía ser una república para los marginados se convirtió en un Estado dominado por élites recicladas.

Su incapacidad para ofrecer beneficios tangibles condujo a una posición cada vez más autoritaria hacia la disidencia, con el acoso a periodistas, la vigilancia de activistas y la represión de las protestas. Las aperturas democráticas establecidas en 2006 disminuyeron gradualmente.

Las élites recurrieron a distracciones nacionalistas, desplazando su atención entre la India y China, al tiempo que atribuían los disturbios a manos imperialistas ocultas. Tanto la izquierda como la derecha acusaron a Estados Unidos de orquestar las protestas actuales. Si bien es cierto que las potencias imperiales tratan de ejercer su influencia en Nepal, esta narrativa se ha convertido en una excusa conveniente para eludir la responsabilidad por el hambre, el desempleo y la desilusión que alimentan los disturbios.

El actual movimiento de la Generación Z representa un resurgimiento de las protestas tras años de un statu quo político que ha favorecido a las élites y ha dejado a millones de personas en la pobreza. Las personas nacidas después de 2008 lideran este movimiento, rechazando las prácticas establecidas de la república que han heredado. Sus demandas van más allá de la libertad de expresión y los derechos civiles y políticos formales; denuncian abiertamente la corrupción, la desigualdad y la traición a las promesas revolucionarias.

El levantamiento ya ha alterado el panorama político existente, aunque aún no lo ha transformado por completo, lo que ha dado lugar a la dimisión de Oli y al establecimiento de un gobierno interino. Queda por ver si esta energía puede organizarse en un proceso de transformación duradero.

Fuerzas políticas

La agitación y la inestabilidad política resultante han creado oportunidades para la derecha nepalí, hasta ahora marginada en la corriente principal. Las fuerzas monárquicas, que enarbolan banderas reales y prometen estabilidad con un retorno al pasado, han cobrado mayor protagonismo. Su atractivo gana credibilidad ante la desilusión generalizada con la república; sin embargo, su programa solo promete una regresión autoritaria.

Al observar la situación, es difícil imaginar un retorno exitoso al régimen monárquico, ya que la relación de fuerzas de clase que permitió su derrocamiento no ha cambiado fundamentalmente. El orden republicano, por muy en crisis que esté, se basa en la alianza de las clases medias urbanas, la juventud organizada y los grupos históricamente marginados que ven la monarquía nepalí como sinónimo de exclusión y autoritarismo. Estos grupos pueden estar fragmentados, pero su memoria colectiva de la lucha de masas y las imágenes de Jan Andolan II siguen actuando como un freno a la restauración monárquica.

Institucionalmente, el Estado posterior a 2008 se reformó para consolidar la legitimidad republicana mediante la promulgación de una nueva constitución, la reestructuración de los órganos representativos y la integración en las normas democráticas globales. También a nivel internacional, las grandes potencias tienen pocos incentivos para respaldar el retorno de la monarquía, ya que la república garantiza mejor sus intereses en materia de estabilidad, ayuda al desarrollo y acceso a los mercados.

En ausencia de una salida ideológica, el simbolismo monárquico puede ganar visibilidad en momentos de desilusión con las élites republicanas corruptas. Sin embargo, funciona más como un vocabulario de protesta que como un proyecto político coherente. Sin un reajuste decisivo tanto de las clases nacionales como de los actores globales, el resurgimiento de la monarquía sigue siendo más un espectro que una alternativa realista.

El mayor desafío recae en la izquierda. Nepal es uno de los pocos países en los que los comunistas declarados han obtenido mayorías parlamentarias. Sin embargo, desperdiciaron esa oportunidad al abandonar la movilización masiva en favor de acuerdos burocráticos. La tarea ahora es reconectarse con la ira en las calles.

Hay que revitalizar los sindicatos, las organizaciones campesinas y los movimientos estudiantiles. Experimentos como la alcaldía independiente de Balen Shah en Katmandú muestran el ansia de alternativas. La izquierda puede responder a esta demanda con un programa de democracia radical y transformación social o ver cómo las fuerzas autoritarias y reaccionarias llenan el vacío.

Reconstruir la izquierda

La izquierda en Nepal, a pesar de tener una base organizativa sólida, raíces sociales y un lugar en el centro de la transformación republicana del país, ha perdido gran parte de la confianza popular que tuvo en su momento. Décadas de faccionalismo y oportunismo han vaciado su credibilidad. Para recuperar su relevancia, la izquierda no solo debe revertir la relación entre el partido y el pueblo, sino también liberarse de la ortodoxia estalinista-maoísta que ha osificado su imaginación política.

Una barrera fundamental es la persistencia de la teoría de las dos etapas, que los líderes de la izquierda han utilizado sistemáticamente para justificar las alianzas con fuerzas reaccionarias y dejar de lado las demandas radicales bajo el pretexto de la necesidad táctica y el pragmatismo. Este enfoque ha sofocado cualquier posibilidad de profundizar la democracia o avanzar en el socialismo. Romper con este marco es crucial si la izquierda pretende presentar un programa que resuene con las experiencias y luchas de los trabajadores, los campesinos y los jóvenes.

Los métodos organizativos burocráticos y monolíticos derivados de las prácticas soviéticas y chinas del siglo XX distorsionan el concepto de centralismo democrático, transformándolo en una práctica de centralismo burocrático. Esta distorsión conduce a la supresión de la disidencia, a un liderazgo que no rinde cuentas y a partidos políticos que funcionan más como máquinas clientelistas que como vehículos de emancipación.

Para reconstruir la confianza, la izquierda debe demostrar democracia interna a través del debate abierto, la rotación del liderazgo y la toma de decisiones transparente. Además, debe crear mecanismos que garanticen la rendición de cuentas ante los miembros de base, en lugar de ante facciones de políticos profesionales.

Las crisis materiales a las que se enfrenta la gente común subrayan la urgencia de esta transformación. La inflación, la migración masiva, el desempleo juvenil y el colapso agrario han dejado sin sentido eslóganes como guerra popular o nueva democracia. A menos que la izquierda base su política en programas concretos —planes de empleo rural y urbano; inversión en salud pública, educación y adaptación al clima—, seguirá cediendo terreno a la nostalgia monárquica y al populismo de derecha.

Lo que está en juego no es solo el futuro del experimento republicano de Nepal, sino también la credibilidad de la propia izquierda. La alternativa a la renovación es la marginación, una política atrapada entre la retórica revolucionaria vacía y las maniobras cínicas de coalición. La tarea, entonces, es reimaginar el socialismo como un proyecto vivo y democrático, arraigado en las voces del pueblo, en instituciones responsables y en la disposición a enfrentarse al capital en todas sus formas globales y nacionales.

Diecisiete años después de la caída de la monarquía, la revolución de Nepal sigue inconclusa. La república prometió igualdad y justicia, pero trajo inestabilidad y traición. Sin embargo, el levantamiento actual demuestra que el pueblo no ha abandonado las calles ni su capacidad para moldear la historia.

La crisis de Nepal no se debe solo al fracaso de sus líderes, sino a un proceso revolucionario abortado en sus inicios. La pregunta ahora es si la izquierda puede recuperar esa promesa radical o si el futuro de Nepal estará determinado por la falsa estabilidad de los monárquicos, los nacionalistas y las potencias imperiales.

Las multitudes que llenan las plazas de Katmandú son un recordatorio de una simple verdad: la lucha que comenzó en 2006 no ha terminado. La república nunca fue el final. Solo fue el comienzo.

25/09/2025

Sushovan Dhar

Jacobin

Traducción: viento sur

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