Para esta Semana Santa con mi familia hemos decidido alejarnos un poco del trabajo haciendo un viaje a Perú, en especial, estábamos animados a conocer Lima. Por supuesto, la semanita corta que nos hemos quedado allá no ha sido suficiente para conocer a profundidad la cultura peruana, pero me ha ofrecido una ventana de observación sobre un contexto muy complejo y mucho más movido del escenario que nos pintan las noticias que normalmente nos llegan. Esto aplica tanto para los eventos diarios, como para los sucesos de interés general. Un ejemplo del primer caso lo tuve paseando por el parque Kennedy en el famoso barrio de Miraflores, en donde los niños –además de disfrutar de las instalaciones gratuitas para brincar–, pueden jugar con la colonia de gatos que allí halla su morada, en cuanto goza de un programa de cuidado y adopción que, por medio de voluntarios, los cura y los nutre permitiendo que disfruten de unas óptimas condiciones de salud. Ahora bien, mientras que tu hijo se detiene para acariciar a un gatico, puede ocurrir que sea superado por una unidad del ejército peruano, en uniforme y dotada de armas largas, destinada a patrullar el parque todo el día, una imagen que me resultó particularmente chocante, en cuanto no estoy acostumbrado a ver personas armadas en los lugares destinados a la niñez.
Por otro lado, en la misma semana los medios locales reportaban la condena de 15 años de cárcel por lavado de activos a Ollanta Humala, expresidente peruano, y también informaban de la huida de la exprimera Dama, Nadine Heredia, quien junto con un hijo estaban refugiados en la embajada brasileña con la esperanza de obtener un salvoconducto para salir del país. Finalmente, el domingo 13 los noticieros informan del fallecimiento de Mario Vargas Llosa, el escritor premio Nobel de Literatura en 2010, quién, luego de una vida de peregrinaciones había escogido volver a su tierra natal para pasar los últimos años de su vida.
Este último acontecimiento me ha alejado un poco de mis propósitos vacacionales y me ha empujado a profundizar más en la trayectoria de este autor que no conocía bien, a pesar de que La ciudad y los perros fue el primer libro en absoluto que leí en español. El material no me hacía falta, pues, como de costumbre, a los cuatro minutos de la oficialidad de su traspaso han comenzado a salir textos, tanto en las redes como en los periódicos, sobre su vida. Por ejemplo, el diario “El Comercio”, en la edición del 14 de abril, dedicaba un especial de varias páginas para conmemorar a su antiguo columnista, y entre estas hojas venían mencionados todos los homenajes que el escritor había recibido de parte de la prensa extranjera. Como es normal, a lo largo de los días este tipo de textos se han reproducido de manera constante, dándole al lector la posibilidad de ponerse al tanto sobre la recepción que la obra y su autor han tenido.
Cotejando las varias fuentes, es posible afirmar que el juicio sobre el autor y su obra son bastante unánimes y podría resumirse con “fue un buen novelista y tuvo unas posturas políticas controvertidas”. Ahora bien, con respecto al primer juicio, he podido constatar por mí mismo la calidad literaria de la obra, pues no se necesita una particular experticia literaria para reconocer que un libro como La ciudad y los perros se merece un lugar especial entre las grandes obras del siglo XX, aunque fuera sólo por el uso magistral de la técnica narrativa que en ella se maneja. Empero, la segunda parte del juicio me pilló desprovisto y he tenido que investigar a cuáles posturas políticas se referían los comentaristas. En pocas palabras, a Vargas Llosa se le reprocha haber sido un ferviente sostenedor de los ideales socialistas y de la Unión Soviética para, luego y gracias también a los escándalos de la Primavera de Praga y del caso Padilla, dar una vuelta de tuerca en su visión política volcándose completamente hacia una defensa del neoliberalismo, que le costó la clasificación entre los pensadores de derecha. Inclusive, la importancia de la dimensión política asumió un papel cada vez mayor en su trayectoria hasta el punto de que llegó a postularse para la presidencia de su país en 1990, perdiendo en segunda vuelta con Fujimori. En resumidas cuentas, la figura de Vargas Llosa reproduciría complejidades y contradicciones de su tierra natía.
Estas críticas a sus posturas políticas no se quedan en el mero hecho anecdótico, sino que tienen potencialmente un alcance más amplio. De hecho, a menudo el cuestionamiento de las posiciones políticas de un intelectual sirve como trampolín para revaluar toda su obra y, en algunos casos, sirve, incluso, como excusa para borrarlo del mapa de las lecturas “aceptadas”. Por lo que he visto, a pesar de que su trayectoria política no se ha manchado de particulares connivencias con ningún régimen sanguinario o absolutista, ya ha habido quien, a derecha, ha desaconsejado su lectura por ser de izquierda, tal como lo hicieron los militares peruanos al comentar su primera novela; y ha existido quien, desde la izquierda, ha desaconsejado la lectura de su obra por ser un producto del neoliberalismo y por defender sus valores.
Esta cuestión me ha traído a la memoria otras diatribas similares que se han dado a lo largo de los últimos años y que han puesto en riesgo la memoria de muchos otros intelectuales que, al igual que Vargas Llosa, crearon algunas de las obras cumbre de Occidente, y, de forma mucho más neta y mucho más comprometida que la del peruano, sostuvieron posturas políticas inaceptables. El ejemplo emblemático de todos ellos es Heidegger, quien en 1927 publicaba una obra destinada a revolucionar la filosofía, Ser y tiempo, y en 1933 entraba en los cuadros del partido Nazi y, en los mismos años, anotaba reflexiones fuertemente antisemitas en sus diarios, que ahora son famosos como los Cuadernos negros. Aunque ya se tenía mucha información sobre las simpatías nazi del filósofo alemán, luego de la publicación de sus cartas personales, se ha desencadenado un debate furioso, el “Caso Heidegger”, en donde se ha llegado a proponer la cancelación de sus teorías en los programas académicos de filosofía, en cuanto formuladas por un nazi convencido; o se ha defendido el hecho de que no hay que evaluar la obra a través de la biografía del autor y que, entonces, las posiciones políticas de Heidegger no habrían tenido que influenciar nuestra interpretación de su pensamiento.
Me parece que el fallecimiento de Vargas Llosa vuelve a presionar el dedo en la llaga de dicha cuestión y pienso que ofrece una buena ocasión para tomar una posición al respecto, como lector y académico que se ocupa de Filosofía de la Literatura.
En un primer momento, es necesario destacar que ignorar por completo la obra de un determinado autor solo debido a su biografía o a sus posturas políticas es una actitud miope, en cuanto cada texto debería ser contextualizado en su época y en su contexto social. Así las cosas, mientras que hoy la pederastia es algo completamente inaceptable para nuestra cosmovisión –y con razón, añadiría yo–, esta misma práctica estaba del todo institucionalizada en la Atenas de Platón y Sócrates, así que las referencias que de ella se hacen en El banquete deberían leerse con este escenario en mente, sin desechar toda la obra por no tomar una postura crítica al respecto, pero tampoco asumiendo este texto como un buen ejemplo de educación sexual para los niños de hoy, pues los argumentos que allí se ofrecían en favor de esta costumbre han sido completamente desmentidos por los conocimientos que hemos adquirido sucesivamente sobre el desarrollo de los párvulos.
Sin embargo, también es cierto que, luego de todas las contextualizaciones oportunas y necesarias, es imposible ignorar el hecho de que Celine, el autor de Viaje al fin de la noche, fue un convencido divulgador de una teoría racista y antisemita que promulgaba la regeneración racial de Francia. ¿Qué hacer entonces?
La solución que les quiero proponer, y que, en mi caso me ha transformado en un lector más crítico y en un estudioso, espero, menos ingenuo, está en medio entre estas dos posturas. En específico, una actitud razonable me parece consistir en identificar los sesgos conceptuales o ideológicos que se derivarían de la biografía o de las posturas políticas de un determinado autor para detectar su eventual presencia o influencia en las ideas o en las narrativas propuestas por el autor en sus obras. Retomando los ejemplos antes mencionados, esto implicará que, a la hora de revisar la Ontología heideggeriana, deberé preguntarme si las conclusiones que allá se explicitan tienen algunos presupuestos reconducibles al antisemitismo o a las creencias nazi en general; o tendré que entender si ellas tienen la pretensión de contribuir de alguna forma a dicha cosmovisión o si aplican para sustentar dichas posturas. Esto me permitirá entender, si es que los hay, cuáles son los puntos sesgados de la teoría o del relato que se me está exponiendo y así podré evaluar qué mantengo y qué rechazo para mis reflexiones. Por supuesto, habrá casos en los que mis cuestionamientos me llevarán a descartar la propuesta por completo o por partes, pero también habrá situaciones en las cuales los sesgos del autor, a pesar de ser evidentes, no influenciarán para nada la calidad del relato o de la teoría expuesta.
Aterrizando el discurso, en línea con el espíritu de la Europa de su tiempo, las obras de Kant están repletas de frases racistas, que disminuyen las capacidades intelectuales de las etnias de otros continentes, hasta el punto de poderse afirmar sin problema que el hombre Kant ha sido seguramente un racista. Empero, si vamos a revisar sus obras nos fijamos en el hecho de que este sesgo lamentable no tiene cabida en ellas. Es más, el autor se esfuerza para aclarar que sus teorías aplican solo para el hombre blanco autónomo, pero no brindan ningún elemento que sustente dichas limitaciones, las cuales se quedan argumentadas solo por medio de refranes tontos y lugares comunes torpes. Es más, para Kant habría sido más fácil ampliar sus teorías para todo el género humano, de lo que fue tratar de restringir su validez a una sola etnia. Entonces, tomando conciencia de este sesgo, no solo no tenemos la necesidad de rehusar las críticas kantianas, sino que podemos ampliar por mucho el alcance de sus conclusiones, gracias a la sensibilidad sobre los temas raciales que nosotros tenemos y que él ignoraba. Dicho de otra forma, el estudioso que decidiese borrar a Kant del panorama intelectual por racista estaría cometiendo una acción muy espectacular y redundante, pero no le estaría aportando nada al debate, pues no estaría aproximándose a la obra de una forma “consciente”, sino que actuaría movido solo por la pereza intelectual o, peor aún, por motivos políticos o personales completamente ajenos al tema en cuestión, o sea, estaría actuando con mala fe.
Cuando nos relacionamos con las ideas de las ciencias duras, nos resulta muy fácil aplicar este filtro para discernir entre el autor y la obra. Por ejemplo, es muy conocido el hecho de que Einstein, a pesar de estar casado, fue un mujeriego. Sin embargo, a nadie se le ocurriría desconocer su teoría de la relatividad por el hecho de que a él no se le antojaba la fidelidad. De hecho, cuando presenciamos una situación similar fue gracias a los nazis que trataron de desmentir sus teorías científicas basándose en el hecho de su origen judío y no en argumentaciones matemáticas. Probablemente, este ha sido uno de los debates científicos más ridículos de la historia, que no fue tomado en serio ni por un mínimo porcentaje de los científicos de la época.
En el campo de la literatura, este ejercicio es mucho más sutil, pero nos permitiría distinguir entre una novela que habla críticamente de la condición aberrante en que se encuentra la población negra en el sur de Estados Unidos –tal como podría ser Matar a un ruiseñor–, de otra novela que nos habla de las mismas condiciones miserables con el fin de defender la idea de que, de alguna forma, ellos se lo merecían por vagos e inútiles.
En el caso de Vargas Llosa tampoco sería un ejercicio baladí, pues, si, como destaca la motivación para su Nobel, él se ocupó de la “cartografía de las estructuras del poder”, entonces vale la pena averiguar qué tanto sus ideas políticas entran en juego en sus novelas.
Siguiendo esta pauta, tocaría investigar, por ejemplo, si en una novela como La ciudad y los perros se encuentran influencias subterráneas o superficiales de los espectros del socialismo; o, considerando el periodo sucesivo a su cambio de postura política, se debería profundizar en si en una novela como El paraíso en la otra esquina se encuentren influencias similares del liberalismo.
Ahora bien, como anticipé al inicio de mis reflexiones, no soy un profundo conocedor de la obra del peruano, entonces me limito a sugerir una actitud de lectura, en lugar de formular juicios sobre su trayectoria, los cuales han abundado en estos días. En cualquier caso, si a pesar de lo que encontramos en sus diarios le otorgamos el beneficio de la duda a Heidegger, me parece el mínimo que consideremos también el legado de Vargas Llosa sin dejarnos cegar con antelación por los prejuicios ideológicos de ambos bandos.